Jack esperó
en el límite del desierto de sal, mirando en silencio la puesta de sol. El
calor llegaba hasta él. Al anochecer, empezó a caminar, cerciorándose de que el
aire ya no quemaba. El roce de la sal en la suela de sus botas lo
intranquilizaba, no quería imaginarse el fin horroroso que sufriría si el día
lo cogía dentro. «¡Al diablo con la cautela de Nina!», farfulló; y aceleró el
paso, siempre hacia el noreste. ¡Cric, cric, cric! Era difícil caminar por
aquel tortuoso terreno, pero al menos podía ver, pues la luna brillaba con
fuerza. Tal como dijo Nina, comenzó a distinguir pequeñas lucecitas que
parpadeaban por todas partes. Una, bastante cerca, supuso Jack que sería la que
la cazarrecompensas le había mencionado.
De repente,
el terreno por delante comenzó a removerse. Retiró el seguro de la escopeta de
corredera. Se abrió un socavón enorme, toda la sal se hundió en lo que parecía
una caverna subterránea y Jack retrocedió nervioso cuando brincaron fuera de la
madriguera cientos de extraños peces. Permaneció alerta, sin mover un músculo
de su cuerpo, hasta que se alejaron rebotando como pulgas. Uno lo golpeó en la
cara y Jack, instintivamente, lo agarró al vuelo por la cola y lo estrelló
contra el suelo.
—Pero ¿qué
puñetas eres? —le preguntó al pez.
¡No tenía
sentido! Pero ahí estaba. Tenía un cabezón que parecía de piedra, e igual de
duro; unas protuberancias, como patitas; y unos colmillos —toda una hilera— con
los que pretendía morderle el brazo impulsándose hacia arriba. Pero el
aturdimiento le impedía llegar con los dientes y pronto se cansó. El resto del
cuerpo era escamoso, similar al de cualquier otro pez, naranja y con cinco
largas aletas, como abanicos, que salían de ambos lados de su cuerpo, cola y de
su espina dorsal. Jack clavó su daga por detrás del cabezón, hacia el cerebro
de la criatura. Cuando dejó de luchar, habiéndose vaciado su sangre en el
suelo, Jack lo colgó de un gancho de la mochila y prosiguió su camino.
Había una
pronunciada pendiente más adelante. Descendió como pudo, medio caminando medio patinando,
y a mitad del recorrido tropezó con una piedra. Terminó la pendiente rodando
como una pelota y chocando con algo blando. Fue zarandeado por el animal que
había oculto entre la sal, y acabó descubriendo un cuerpo plano, blanco, como
si fuera una manta embadurnada de mucosa. Pensó en las babosas de las cuales
Nina le había hablado. Sacó su pistola y disparó hacia abajo, abriendo varios
agujeros que atravesaron de lado a lado aquel cuerpo. El bicho dejó de moverse.
Jack se apartó de él profiriendo una maldición, la sal se le había metido en
los ojos. Se secó las lágrimas con la camisa y estudió al monstruo: no parecía
una babosa, no tenía esas características manchas naranjas que en teoría debían
tener. Con un pie le levantó una de las aletas, y entonces un tentáculo naranja
salió disparado de un oscuro agujero, se pegó a la mantarraya y la remolcó sin
dificultad alguna. Jack cogió la linterna y alumbró al hueco, a unos cinco
metros de él.
Aquello sí
que tenía pinta de ser una babosa escupidora de alquitrán. Era más pequeña que
la mantarraya. Su cuerpo era parecido a un calamar, con numerosos tentáculos
larguísimos y naranjas, manchurrones también por todo el cuerpo y una serie de
pelillos del mismo color, como cerdas de escoba, rodeándolo por completo. Masticaba
ahora ruidosamente con una voracidad que aterraba.
Cuando Jack quiso
retroceder, la babosa asomó una trompa corta, bombeó, se hinchó y le lanzó un
manguerazo de un líquido negro y aceitoso que era, efectivamente, alquitrán.
Pudo esquivarlo por poco, aunque el olor era tan fuerte que se mareó. Disparó
mientras ponía distancia y fue a parar a un nido de mantarrayas. Aquella babosa
debía haberse acercado con sigilo para atacarlas, y Jack le había ahorrado
trabajo. Pero el porqué le seguía, teniendo ya una presa en su poder, era todo
un misterio. ¿Cuánta carne necesitaba para alimentarse? Las mantarrayas,
sintiendo el peligro, desplegaron sus alas y se deslizaron levitando por encima
del desierto. Jack se agachó para esquivar otro escupitajo negro y disparó de
nuevo, haciendo saltar trozos de babosa por los aires. Una de las mantas se
retorcía pegada al suelo, el alquitrán la había alcanzado de lleno. La criatura
depredadora se preparaba otra vez para lanzarle un escupitajo. Su trompa se
hinchó y Jack apuntó y apretó el gatillo, reventándosela y salpicando al
monstruo con su propio aceite.
Huyó de allí
y descansó cinco minutos al otro lado de la hondonada. El promontorio se
encontraba cerca. El brillo del Diamante del Desierto alumbraba el cielo por
encima de él. Siguió caminando una hora más, cuesta arriba. Al llegar a la
cumbre no podía ni respirar. El resplandor de la joya era de un fulgor misterioso,
pues emitía verdadera luz desde dentro, y lo cegó. Cuando se acostumbró, se
acercó a ella.
El Diamante
del Desierto se hallaba clavado en una pared de sal semitransparente. Lo palpó
y notó que era como un verdadero diamante. Escarbó con la daga. Fue un trabajo
arduo, pero logró extraerlo de la pared. Eufórico de alegría, ansiando salir de
la Gran Salina y pensando en lo que podría hacer con su parte del dinero, se
volvió y desanduvo sus pasos. Oyó a su espalda el sonido de la sal cayendo. Una
sensación de peligró le erizó el vello de la nuca. Se giró, con el pesado
Diamante del Desierto en sus manos. Un gran ojo sin párpado, vidrioso, más grande
que cualquier monstruo del Páramo, lo miraba a través de un agujero en la pared.
Jack escondió el diamante en su bolsa. Le temblaban las manos y el corazón
parecía que se le fuera a salir del pecho, pues comprendía qué es lo que tenía
delante. Sus ojos…, no podía creer lo que veían sus ojos.
Un terremoto
sacudió la Gran Salina. Jack cayó al suelo. Una larga cola de reptil llena de afiladas
espinas y placas rodeaba lentamente el promontorio.
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